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De escrituras y lecturas (I)

El Lagunero, junio de 1997



La escritura es un placer indómito, tan solo equiparable al placer de la carne. Al igual que a ésta, la pasión invade las mente del escritor (o la mano o el corazón o la pituitaria) y lo colma de una lúcida lubricidad de plumas erectas y cuartillas inseminadas de tinta.


La lujuria estilográfica del creador literario puede ser difícilmente mitigada en una orgía de caracteres barruntados a la tenue luz de un escritorio nocturno (la escritura es noctívaga por naturaleza y alcanza su máxima expresión al filo de la hora bruja) y por eso el prosista (o poeta) transgrede la principal regla literaria (la nocturnidad) y se vuelve un noctámbulo a plena luz del día, un vampiro literario que no teme al brillo del amanecer ni al hedor a ajo del almuerzo ni la imagen sacrosanta de un atardecer bíblico.


Sin embargo, como en el goce amoroso (y uy a pesar de la creencia popular que considera que en el amor y la guerra todo vale), el escritor está sujeto a unas normas subsidiarias que tratan de diluir aquel fulgor obsceno en candor académico: la lengua, como el sexo, tiene sus reglas y su propio kamasutra.


Decía Kierkegard, filósofo erotómano y teutón, que “cada cual se corre como puede”. Sin embargo, en los asuntos de literatura (o “res litteraria” en buen latín) no son recomendables estas muestras de laxitud y autocomplacencias curativas pues están abocadas a engrosar las estanterías del olvido.


Nada le es lícito al escritor novel, ni al talludito, sin el beneplácito de la Real Academia; nada le es lícito sin la consulta previa del mostrenco decimonónico del DRAE, reconvertido para las generaciones futuras y legas en vademécum lexicográfico de bolsillo (nunca bolsillo alguno albergó tamaña tromba léxica); la noble institución rehabilitada a cartilla escolar.


La Academia es el hospicio cutre de la lengua madre, a quien han abandonado unos hijos desleales y ansiosos de mundos tecnológicos. En sus años mozos prehospiciales, la Academia era una madre resultona pero queda, una nodriza afable que instruía a sus retoños ortográficos y estilísticos con ademanes liberales, una mamá progre que daba licencia a sus vástagos lingüísticos para llegar tarde a casa, pero con la ropa interior y sintáctica vírgenes.


Solo algunos maestros de la pluma y de la historia han logrado invertir la premisa subsidiaria y, restituyendo la creencia popular que nombrábamos antes, han conseguido que en el amor, en la guerra y en la literatura todo valga.


También en la literatura, como en otras disciplinas mundanas, está vigente el canon metaliterario de la oferta y la demanda: tal es el vínculo que rige los designios editoriales. El libro, y por ende el pensamiento humano, se ha convertido en moneda de cambio y en negocio de filisteos. Las nuevas tecnologías han conquistado el universo hermético y hasta ahora inextricable de las letras.


La linotipia moderna ha mudado su antigua piel de ofidio gutemberiano (de Gutemberg) y flamenco por un cerebro clónico y hortera de millares de megas. El libro impreso va cediendo terreno al libro electrónico en una sociedad que mide sus logros por megabytes vacuos de conocimiento, en una sociedad anoréxica que va perdiendo su apetito ilustrado (¿alguna vez lo tuvo?) ante una pantalla fluorescente y cínica.


Las casas ya no tienen bibliotecas y los libros (en formato CD Rom) se apilan junto a los remix musicales (sofritos para melómanos), junto a los vinilos apolillados de progreso, en una esquina de la habitación. Las vastas bibliotecas de antes ya no fardan (en la actualidad toda la literatura española se puede compilar en un CD), se han sustituido por bastos archivadores con forma de cajón de sastre o por torres famélicas y babélicas (y babiecas) de contenido.


Pero el escritor debe conservar su castidad de placeres indómitos ante el empuje del falo tecnológico y solo servirse de éste como de un adminículo consolador e inspirador de pasiones perdidas, en los momentos de zozobra creativa. Como dijera el poeta francés Baudelaire, “el poeta es como un pavo real”, esa ave tan literaria, de gañidos modernistas y de alas tan grandes para volar que apenas le permiten andar.


Yo no sé si será cierto que el poeta (o el prosista) tenga alas de pavo real o de lechuza o de ave gallinácea sin determinar, pero de lo que sí estoy seguro es de que un escritor sin alas es como una vieja cacatúa de remedos metálicos, que ha perdido toda su dignidad amazónica y el carnaval de sus plumas a la sombra de una jaula fría y lóbrega. (continuará)



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