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Enviciados


Amnistía Internacional, organización no gubernamental en otro tiempo dedicada a la lucha contra la tortura y los malos tratos en las prisiones, ha solicitado una ley que regule el mercado de los videojuegos.

Según un informe, el 78% de los niños de edades comprendidas entre los 11 y los 16 años dedica su tiempo libre a jugar con la maquinita. Es por esta razón (piensan ellos) que debería crearse un marco legal que protegiera los derechos de los regatones en relación con la venta y la promoción de los videojuegos.


El contenido, especialmente violento, preocupa a los de Amnistía que han sido testigos de cómo varios menores compraban en un centro comercial cartuchos clasificados para mayores de 18 años.


Es decir, que los videojuegos deben de ir en las mismas estanterías que el alcohol y el tabaco, pues perjudica tanto la salud una cajetilla de Kruger que una partidita al Overwatch, juego del año 2016 en los Game Awards, los óscars de la Cosa.


Quien suscribe creció entre esas maquinitas. Empecé con un ZX Spectrum de 8 bits, allá por los 80, y hace poco me paré en la 360 de Microsoft porque ni tiempo tiene uno ya para meterle un gol a Casillas.


No creo que la violencia de los videojuegos cree seres humanos violentos, del mismo modo que no los crea el cine de acción o la lectura de una novela negra.


Va a resultar ahora que la culpa de la violencia juvenil (alguno se atreverá a decir que incluso la de género) la tienen Lara Croft o el esforzado boina verde del Green Beret, uno de nuestros favoritos de las antiguas recreativas, con quien aprendimos lo que era la Guerra Fría y la Crisis de los Misiles.


El problema no reside en los videojuegos, sino en las alternativas de ocio que debe tener el regatón. Un videojuego puede resultar tan nocivo y alienante como un libro, si sólo empleamos el tiempo en eso. Pero para algo están los padres.


En nuestra época de regatones nos fugábamos del instituto para ir a jugar a los futbolines del Artillería o del Pachá. Allí descubrimos las primeras recreativas y de los mangos de goma pasamos al joystick en un pispás.


Los fines de semana nos reuníamos los colegas en el vicio a echar la partidita y luego nos merendábamos el perro caliente en Casa Peter y de vuelta al barrio tan contentos.


Aprendimos kárate con la tragaperras del Kung Fu Master y en las películas de Bruce Lee que echaban en el Parque Victoria, pero nunca utilizamos nuestras habilidades en las artes marciales para provocar follones. El maestro nos lo dejó muy claro: Be water, my friend!


El mejor de todos nosotros, cinturón negro octavo Dan, era uno de mis primos, Santi El Fias; y a Francis El Koyita, otro del barrio, no había quien le ganara reventando zombis en el Ghost and Goblins.


Lo pasábamos del diez y nadie creció tarado ni necesitado del apoyo psicológico de ninguna ONG. Incluso a algunos nos quedó tiempo para sacar carrera.


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