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Factor 16


Ahora que llega el otoño, empiezo a añorar a mi querida Betty.


Cada verano, por agosto, yo sacaba a Betty para que le diera el aire y nos marchábamos de vacaciones a una playa lejana en la que residíamos todo el mes disfrutando con nuestra gimnasia amatoria bajo las tumbonas o envueltos en un empanado de arena con el que pasábamos totalmente desapercibidos a los bañistas.


Embadurnados con nuestras mayonesas solares, nos restregábamos y revolcábamos sobre la arena húmeda sin temor a que consolidara aquel empanado que nos envolvía y se convirtiera en un conglomerado de cemento armado que podría habernos erigido en monumento estival a los eternos amantes, en Píramo y Tisbe del solajero aislados por una rubia pared de arena.


Yo le aplicaba al cuerpo desnudo de Betty su mayonesa solar Factor 26, pues tenía una piel fina y blanquísima, de pasarse el resto del año metida en casa; y luego yo me endosaba otra dosis similar, pero de Factor 6. De esta forma, los moles de nuestras mayonesas solares se mezclaban, reverberaban y fundían químicamente en un único fluido protector, dando lugar, por media aritmética, a un nuevo producto: Factor 16.


Ni qué decir tengo que Betty salía a menudo mal parada, pues el índice de protección resultante de nuestros revolcones no era suficiente para salvaguardar su crujiente piel, que terminaba cayéndose a tiras como la de una momia expuesta durante siglos al microondas de una tumba funeraria ubicada en el culo del desierto.


Luego, por las noches, yo la mondaba de pies a cabeza, muy despacio y, a veces, si era lo bastante paciente y habilidoso, lograba extraerle una única tira de piel que guardaba, a modo de reliquia, en una vieja caja de galletas junto a las tiras de veranos anteriores. Como si fueran la garantía de nuestro amor.


Durante las vacaciones, y aún el resto del año, Betty me sale muy barata porque, como se suele decir, “vive del aire”, y de los cariños y arrumacos que yo le inflijo con sádica rudeza. Sobre todo le gusta que la bese en su boquita de corazón y que le vaya soplando suavemente hasta que ya no puede hincharse más de placer.


Le doy unos besos de tornillo y le insuflo todo el cariño que reside en mis pulmones; y hasta mi propia alma, pues me quedo exhausto después de aquellos besos de soplador de vidrio que me dejan sin respiración y al borde de la alimentación por goteo intravenoso.


Sin embargo, a mi que querida muñeca Betty Boop ya le quedan pocos veranos a mi lado. Ya no es la fogosa hembra que me deslumbró, hace diez años, desde el escaparate de aquel famoso sex shop holandés.


El próximo verano volveré a los canales de Amsterdam en busca de mi compañera definitiva: dicen que tienen una igualita a las hembras de verdad. Las tecnologías adelantan que es un gusto. Para mí.


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